Cuando bajaba aquella tarde hacia el observatorio sentía que me esperaba algo grande. No llegué todo lo pronto que me hubiera gustado teniendo en cuenta lo temprano que anochece en estos meses invernales. Me acababa de dejar el taxi en la especie de aparcamiento de donde parte el pequeño camino hacia el observatorio de Estaca y con el telescopio al hombro y la mochila con los prismáticos, la libreta, el boli y algo de agua empecé a verlo a lo lejos. Miré el mar que rugía zarandeado por el viento del noroeste y ya se veían bichos pasando muy cerca. Uno detrás de otro. Sin parar.
Nervioso, dejé la mochila, monté el telescopio a todo correr y saqué la libreta. A toda prisa escribí los nombres identificativos de las especies habituales y mire el reloj del móvil para empezar los cuartos. Momentos duros y especiales, aquellos en lo que lo quieres preparar todo, en los que crees que estás perdiendo mucho. Que cada segundo cuenta. Que digo segundo, cada décima.
Tanto montar el telescopio y tanto rollo para nada. En cuanto eché la primera ojeada con el mismo me di cuenta de que estando como estaba solo, hoy ese que es uno de mis más preciados tesoros no me serviría de mucho. No tenía tiempo para subir y bajar con él, para controlarlo todo. Lo dejé a un lado y me puse con los prismáticos, por cierto también....otro de mis más preciados tesoros. Aquello era un tremendo espectáculo. Me hervía la sangre y notaba mi corazón acelerado. Las notas en mi cuaderno parecían de todo menos los números del uno al diez. Lo escribía tan deprisa que después cuando pude hacer el recuento muchas veces me costó bastante descifrar lo que allí ponía.
Ni por un instante dejaban de pasar los alcatraces. Como una larguísima fila, allí mismo, prácticamente por encima de las rocas seguían su camino. Uno detrás de otro y detrás otro más y otros cinco y nueve más. Levantaba la vista, miraba hacía mi derecha, hacia Asturias como muchas veces decimos en broma y veía que seguían entrando. Que el flujo no cesaba.
Es difícil, muy difícil, describir lo que sentía. Era una emoción tan grande, una felicidad tan tremenda que cuesta encontrar las palabras. En mitad de aquella locura, aparecieron Candi y los suyos, viejos amigos del Vicedo. Venían a dar una vuelta por la Estaca a enseñar la bravura del Atlántico o del Cantábrico o de los dos (de lo que digan los cariñeses que son los que saben de esto, je, je, je) y casi no pude hacerles caso. Les dije "Ahí tenéis el telescopio, yo no voy a utilizarlo. Aprovechad". Y fliparon, porque a pesar de que a los "primerizos" puede costarles a veces centrar bien la vista y gozar a fondo de la visión que uno de estos aparatos puede ofrecerte, al haber tal cantidad de bichos les era fácil fijarlos. Alucinaron. Reconocieron unas cuantas especies. Mirada con el telescopio, ojeada a la guía. Otra al telescopio, otra a la guía.
Y con los alctraces, las pardelas (sombrias, pichonetas, baleares y capirotadas), las gaviotas (tridáctilas, cabecinegras, reidoras, enanas...), los alcidos (alcas, alcaraos, frailecillos), colimbos (grandes y chicos), anatidas (negrones, rabudos, cercetas, cucharas). Esa tarde, allí solo, conté en dos horas y media 3.908 alcatraces, casi 400 gaviotas tridáctilas, más de...... En las 3 tardes que estuve en Estaca (los dos días siguientes, ya con mi querido Ricardo), contamos más de 11.000 alcatraces, que para los "bestias de la zona" no es mucho....pero que para mi fue una pasada. Unas 2.000 gaviotas tridáctilas. La tarde del lunes 9, unas 140 pardelas capirotadas....
Si tengo un lamento es que debí estar más horas allí apostado. Muchas más. Pero los míos, Marina, Ana y Martín, ya habían sido demasiado generosos conmigo. Como siempre. Comprensivos con el cuelgue de su padre y marido.
No. No se me olvida. No. Págalos, los págalos. También vimos muchos págalos. Muchos al menos para mi. Y muchos para mi es uno. Un págalo es mucho. Uno. Pero no, no vimos uno. Vimos casi 300 págalos grandes, sí 300 skuas (cuanto me gusta este nombre), págalos parásitos y pomarinos.
Págalos.....
16 de noviembre de 2009
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